Sangre Wayuu en la Fuerza Aérea
No son pocos los colombianos de sangre Wayuu que se han destacado en los diferentes campos de la vida nacional. Los encontramos desempeñando altos cargos del estado, en la política, las artes, la ciencia, en la música, en la literatura, en los deportes. Hay que señalar también, que bellas damas Guajiras, han ceñido la corona de reina nacional de la belleza. Dentro de las Instituciones Armadas, ciudadanos oriundos de esa tierra, han tenido la oportunidad de vestir el uniforme de cada una de ellas. En la Fuerza Aérea, fue León Barros el primer heredero de sangre Wayuu de casta Uriana que, ingresó a la Escuela de Suboficiales en 1937, se graduó de mecánico en 1939 y logró ascender hasta el grado de Subjefe Técnico.
Cuando León llegó al mundo año de 1916, la comisaría de la Guajira era para los cachacos, un lugar aislado de la geografía patria que, por su historia cargada de mitos y leyendas, ejercía singular atracción. Los que habían tenido la oportunidad de visitarla, la pintaban hermosa al tiempo que enigmática, dueña de un paisaje que no se repite en ningún otro lugar del mundo. Eduardo Caballero Calderón, tras experimentar vivencias que lo impactaron emocionalmente, la describe en su novela “Cuatro años a bordo de mí mismo,” como “tierra de sol, de sed, de besos, de muerte y de misterio.”
Por aquella época, apenas se percibía el rumor sobre la inmensa riqueza que escondía el subsuelo. El sustento se derivaba del duro trabajo en las minas de sal de Manaure, del ganado caprino, de artesanías producto del ingenio natural de las mujeres y del contrabando que, desde la colonia promovían europeos ávidos por las perlas que, brotaban de su riqueza marina y que, irían a embellecer cuellos de nobles cortesanas en el viejo continente. Abundaba el pescado, las ostras y las langostas, materia prima para las delicias gastronómicas autóctonas que, se combinaban con viandas importadas y con Whisky de buena marca que se bebía al clima. Como en Macondo, no se conocía el hielo.
León Barros recuerda y narra en detalle, interesantes pasajes de esa época que le correspondió vivir. Nacido y criado en la ranchería Santa Rosa que ya no existe, fue su padre Juan G Barros próspero comerciante de procedencia Portuguesa y su madre de nombre Petra, meritoria mujer de pura estirpe Uriana, casta que con la Epiayu se encuentran entre las más importantes de las que tuvieron asiento en la península.
En el orfanato de San Antonio regentado por los padres Vicentinos hizo sus estudios de primaria, su niñez y juventud hasta alcanzar la mayoría de edad, transcurrieron en el auténtico entorno de las rancherías. Al comentar sobre el proceso que lo llevó a ingresar a la Fuerza Aérea, cuenta que, en los primeros meses del año 1937, el presidente de la República Doctor Alfonso López Pumarejo realizaba una gira por la región. Recuerda entre los miembros de la comitiva, al entonces Director General de Aviación Mayor Enrique Santamaría Manccini. Transcurría el gobierno de la “revolución en marcha,” consigna política que la historia relaciona con la estrategia de la primera administración López Pumarejo, tendiente a dar énfasis a lo social. En ese sentido y como una de las banderas de integración que preconizaba, consideró importante que jóvenes nativos se vincularan a las Fuerzas Armadas.
El presidente y su comitiva fueron atendidos en la casa de don Juan Barros de política contraria a la del doctor López. Cuenta León que en la guerra de los mil días, su padre le salvó la vida a un pariente del general Uribe Uribe obviamente del bando liberal, acción humanitaria, por la que el presidente se mostró siempre agradecido. Ser adversarios políticos, no impidió que fuera el propio presidente de la Republica el que invitara a León y a otros cinco muchachos de su edad a ingresar a la Fuerza Aérea, oferta que al final, fue el único en aceptar.
Escaso de ropa apropiada para el gélido clima sabanero, pero lleno de entusiasmo y de ganas de triunfar, voló a Madrid en un avión especial enviado por la presidencia de la república. Se desempeñaba como comandante de la Base el Capitán Aurelio Gutiérrez a quien apodaban “el pollo”. Roberto Porras compañero de curso, lo recuerda por su viveza y simpatía, “era además muy inteligente, sobresalía en las matemáticas.” Cuenta Porras, que nunca pudo adaptarse al frío del altiplano, menos al agua de cero grados. Se decía que, antes de proceder al ritual del baño diario a las cuatro de la mañana, los alumnos separaban con las manos, la capa de escarcha que cubría la alberca.
En 1939, León recibió el grado de mecánico tercero y fue trasladado a la Base Escuela Ernesto Samper en Cali, unidad a la que estuvo vinculado hasta el día que decidió dejar el servicio activo en 1951. No quiso vivir fuera de Cali, ese fue el motivo principal de su retiro. Se desempeñó como tripulante de aviones PT-11C, Falcon, T-6 y B-25, recuerda haber volado con Fabricio Cabrera, Octavio González, Bernardo Escobedo, Alberto Pauwels. Cuando la Fuerza Aérea a raíz de la segunda guerra mundial creó una unidad en la costa Atlántica para patrullar la zona marítima, León Barros estuvo entre los tripulantes de los aviones T-6. Fue seleccionado en dos ocasiones para realizar cursos técnicos en el exterior, dice que sacó el primer puesto.
En 1945, León conoció en Cali a Inés Vigma Alvarello, una niñita de quince años, de descendencia Italiana y por lógica inexperta. A un fugaz noviazgo, siguió un veloz matrimonio y después, una sucesión de eventos como para una novela. Ella menor de edad, aceptó casarse a “escondidas” a los quince días de haber conocido a León. La ira de toda la parentela de la novia no se hizo esperar y tras una serie de peripecias tragicómicas, que hoy recuerdan con mucho humor, las aguas poco a poco volvieron a su cause. Al final, una historia rosa que, los ha llevado a cumplir 65 años de feliz matrimonio.
Una faceta de la vida de León Barros que podría ser para los record Guinnes, consiste en haber elaborado durante sesenta y cuatro años continuos, las emblemáticas esclavas que, los cadetes de la Escuela Militar de Aviación lucen desde su ingreso y que después como pilotos consagrados, suelen portar por muchos años. El actual Comandante de la Fuerza Aérea Colombiana General Julio González diestro piloto de combate, comentó en una ocasión, que la lleva puesta en su muñeca desde que se inició como alumno.
Con los atributos de un artista nato, a quien nadie le enseñó el arte de diseñar y elaborar joyas, el “guajiro” Barros afectuoso apelativo que alude a su natal terruño, se empeñó en trabajar el acero inoxidable, el oro y la plata para hacer de estos metales, piezas que además de originales, tienen el atractivo de armonizar con la profesión de aviador. En la época de la aviación heroica en Europa, fueron las esclavas elemento clave para identificar los cuerpos de los pilotos que perecían en accidentes. Lo curioso es que, no obstante la aviación ha dejado de ser una profesión de alto riesgo, la costumbre de la esclava se mantiene. Quizás por razones románticas.
León recuerda la fecha en que apareció el primer cliente para la primera esclava. Fue en 1946, su precio la módica suma de $ 2.50 que recibió del teniente en retiro Carlos Duarte, por esos días piloto de aviones Catalina en Avianca. De acuerdo con sus cuentas, ha elaborado hasta la fecha, 1800 la más reciente, para el Subteniente Mauricio Higuera graduado en el año 2009, su costo ascendió a la suma de $ 550.000 pesos.
Al llegar a los noventa y cuatro años de edad con una vitalidad que sorprende, rodeado por la familia que levantó y formó ejemplarmente, su adorable esposa Ana Vigma, sigue siendo como al principio, su irremplazable faro. Son sus hijos Álvaro, Beatriz y Lucila, destacada pintora residenciada en Francia, de ella son los dos únicos nietos.
La Escuela de formación de los oficiales de la Fuerza Aérea que, fue su lugar de trabajo durante el tiempo que vistió el uniforme azul y que no ha dejado de visitar desde 1939, hoy como siempre, lo recibe con el especial afecto que se reserva para los de casa.
La “esclava,” nacida de su ingenio e inspirada en vivencias acumuladas a través de los años, el tiempo la ha aferrado a los sentimientos de los cadetes. En ellos ha estimulado la mística y el fervor por el vuelo, los ha puesto a soñar con el cielo y las estrellas, con nubes y con aviones. Sin darse cuenta y sin que ese hubiera sido su propósito, su obra maestra lo convirtió en forjador de ilusiones.